viernes, 10 de junio de 2016

Domingo XI del T. Ordinario

DOMINGO XI DEL T. ORDINARIO - C



PERDONA, SEÑOR, MI CULPA Y MI PECADO

Por Mª Adelina Climent Cortés  O.P.


                    La fe sincera en la bondad salvadora de Dios, lo hace presente en nuestras vidas y muy cercano a todo lo que hacemos y somos. Y, su amor misericordioso, que sabe tener en cuenta nuestra pobreza y vulnerabilidad, nos acoge en todo momento, incluso cuando le ofendemos con nuestra indiferencia y  pecado, para darnos su gracia y  perdón.

                    La dicha y la felicidad que encuentra el pecador en la acogida amorosa del Dios, que nunca quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva, la expresa y canta, muy hermosamente, el salmo 31.

                    Pertenece este salmo, a la época del exílio y es, un canto de “acción de gracias” individual. También, litúrgicamente, es el segundo de los llamados “salmos penitenciales”. En este poema, el orante, que se reconoce pecador, relata, con sinceridad y agradecimiento, la intervención salvífica y sanadora del Dios Yahveh, en su persona y  vida, después que hubo reconocido, con humildad, su pecado, y de  haber implorado confiadamente su misericordia.
 
                     Comienza el poema, con una invitación a la alabanza en forma de bienaventuranza. El Señor, Yahveh, tiene que ser alabado, porque es el Dios, que siempre perdona y ama y porque, además, colma de felicidad al hombre, que, se sabe perdonado y acogido:

                                      Dichoso el que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;
dichoso el hombre a quien el Señor
no le apunta el delito.
   
                    Con profunda emoción y, lleno de agradecimiento, el salmista, cuenta su experiencia vivida, no exenta de dolor, y, cómo, movido por la gracia de Dios, pudo reconocer su culpa y confesar su pecado:

Había pecado, lo reconocí,
no te encubrí mi delito;
propuse: “Confesaré al Señor mi culpa”,
y tu perdonaste mi culpa y mi pecado.

                    Y, mas alabanzas a Yahveh, brotan del corazón agradecido del salmista, que, se siente liberado y desbordante de alegría: gozo, que desea comunicar a los demás, uniéndolos a su alabanza y acción de gracias:                   

Tú eres mi refugio: me libras del peligro,
me rodeas de cantos de liberación.
Alegraos, justos, y gozad con el Señor,
aclamadlo, los de corazón sincero.

                    Alegría y gozo, porque, reconciliados con Dios, nuestro corazón rezuma  felicidad y  confianza, ya que, nadie, nunca jamás, podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, que murió por nosotros en La Cruz, para reconciliarnos con el Padre y vivir, también, reconciliados unos con otros y con todos los hombres, nuestros hermanos.

                    En el Evangelio consta lo que Jesús dijo a Simón el fariseo, de  la mujer pecadora:”sus muchos pecados le están perdonados, PORQUE TIENE MUCHO AMOR”  y después, dijo a la mujer: -“TU FE TE HA SALVADO, VETE EN PAZ”. 

                   Esta entrega de Cristo Jesús y la salvación universal que obtenemos, sin  mérito de nuestra parte, ha de movernos a vivir en espíritu de conversión y de sincero agradecimiento.


                   Y, en La Eucaristía, sacramento de amor y reconciliación, es donde, comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo Jesús, nuestro Salvador, lograremos hacer crecer nuestra fe y adhesión a El, hasta el punto de poder  decir con Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.  Y vivir en Cristo, supone, vivir amando hasta el extremo, como Él vivió y amó, ya que, solo el amor, puede perdonar la multitud de nuestros pecados y otorgarnos la salvación plena y total, La Vida Eterna. 

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