viernes, 23 de agosto de 2019

Domingo XXI del T. O.-C



DOMINGO XXI DEL T. ORDINARIO - C

ID  AL  MUNDO  ENTERO,
Y  PREDICAD  EL  EVANGELIO


Por M ª Adelina Climent Cortés  O. P.


                    El  Evangelio de Dios contiene un destino universal: la salvación para todos los hombres, en Cristo Jesús. Y las lecturas  bíblicas, que insisten en lo  mismo dicen, que el Reino de Dios está abierto a todos los pueblos, razas y culturas; lenguas y civilizaciones, sin distinción alguna. Como punto central de estas lecturas  tenemos el salmo ll6, que, recogiendo la corriente más universalista del Antiguo Testamento,  dimana  su energía, que irradia y quiere llenar de vida y salvación   a toda la humanidad, hasta que sea realidad plena la promesa que Dios hizo a Abrahán: ”POR  TI  SERÁN  BENDECIDAS  TODAS LAS  NACIONES  DE  LA  TIERRA”. 

                    Este poema, tan breve,  conocido como el salmo 116, es un canto hímnico de  alabanza gozosa,  por estar compuesto de un vibrante invitatorio, que forma  la primera parte, y, por el cuerpo del salmo, que es la segunda. El invitatorio va  dirigido  a todas las naciones y pueblos del orbe y es UNA  LLAMADA UNIVERSAL A LA ALABANZA, y, también es una profesión de la fe,  con acción de gracias a Yahveh, el Dios que, con  su amor y fidelidad, ama sobremanera a Israel, su pueblo elegido,  y desde  él a toda la humanidad sin excepción alguna.  Y tal es así,  que  no puede haber otro Dios que se le pueda  comparar,  ya que, con su amor y fidelidad  lo abarca y sostiene todo, “de oriente a occidente y del el norte al sur”, pues todo  es suyo,  creado de la nada para el bien de la humanidad: “…y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios”.

                    También es un canto de alabanza, en el que se da gracias a Dios por las muchas bendiciones, con las que constantemente nos enriquece, ya que, por nuestra parte,  no podemos alcanzar la salvación  plena a la  que nos ha predestinado, en su hijo Cristo Jesús:

Alabad al Señor todas las naciones,
aclamadlo todos los pueblos.


                    Este  himno corto y a la vez tan gratificante, que, con júbilo, le cantamos al Dios del universo,   es un  salmo de los tiempos posteriores al exilio. Lo cantaron por primera vez los israelitas cuando se fijaron  en las hazañas que Yahveh, durante la historia, había realizado para salvar a Israel de los muchos enemigos que siempre ha tenido a su alrededor.  Y, porque, de nuevo, los israelitas  se  sentían liberados de la esclavitud de los Babilonios, y libres para emprender el regreso a la patria de todos y  reconstruirla.

                    Esto, además,  les daba la plena seguridad, de  que, si Yahveh, el Dios de Israel,  siempre se había comportado así con ellos, de igual manera lo seguiría haciendo  hasta el final de los tiempos. Y, más aun, llegaron a pensar, también, que hasta los mismos paganos, en tantas ocasiones testigos presénciales de los éxitos y las victorias del Señor con su pueblo, llegarían a convertirse a él,  y que, de esta manera, realzarían, mas aún, la gloria, el esplendor y la  majestad de este Dios, que, precisamente es tan grande, por ser expresión de su amor y fidelidad para con todos: 

Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre.

                     “Id al mundo y predicad el evangelio”. Es la antífona que siempre suele acompañar a este salmo de alabanza, muy cantado en el oficio  de  Laudes, con la alegría y regocijo que irradia. Hay que tener siempre presente su visión escatológica. El salmo y su antífona son un excelente anuncio evangélico con miras universales.

                    Y, todos los cristianos, al igual que el pueblo de Israel, debemos sentirnos elegidos para esta predicación evangélica, que ha de lograr, por encima de todo, que las personas, todo ser humano,  se sienta ya salvado, enraizado en Dios y viviendo, desde este momento, como un ser nuevo,  que ha logrado hacer  realidad la escatología que incluye el salmo: “... ACOGE  A  LOS  GENTILES  PARA  QUE ALABEN  A  DIOS  POR  SU  MISERICORDIA”  (Rm 15, 8.9)

                    La vocación misionera de todo cristiano es algo a lo que nos debemos dedicar, con todas las energías posibles, asimiladas en la oración e intimidad con Dios,  para que, todo hombre, pueda saber y conocer, con experiencia gozosa, que es hijo de Dios y que su Padre es el Dios que los ama y nunca deja de amarlos  con su infinita misericordia; y que, siempre es fiel, como nadie lo puede ser en esta vida, porque su bondad  no tiene medida. Es el Padre de todos, que solo  busca y quiere nuestra unidad y fraternidad, la de todos los hombres,  pueblos y culturas, para tenernos reunidos en su reino y  participar del banquete de bodas que tiene preparado para todos:

                    “Y vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y SE  SENTARÁN  A  LA  MESA  EN  EL  REINO  DE  DIOS”

                    Más, lo único que  nos exige es un amor mutuo, entregado  y comprensivo,  que nos mantenga unidos  y en comunión de Vida, de manera  que, impida de una vez para siempre, que se levanten entre nosotros muros ni fronteras, ni venganzas ni odios, que nos puedan dividir y separar de esta vida trinitaria, que hemos empezado a tener ya,  con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. AMEN.

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