SANTÍSIMA TRINIDAD
DICHOSA LA NACIÓN CUYO DIOS
ES EL SEÑOR
Por Mª Adelina Climent
Cortés O. P
Alabamos con júbilo gozoso a Dios, Señor nuestro, que se nos manifiesta como PADRE,
HIJO y ESPÍRITU SANTO, en la gran solemnidad de la SANTÍSIMA TRINIDAD, a la que
adoramos con alabanzas de gratitud, después de haber celebrado la RESURRECCIÓN
DE CRISTO JESÚS y de habernos sido transmitido el ESPÍRITU, presencia que nos
incorpora como hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza, a este gran misterio de vida, de conocimiento y de amor.
Y, cantamos y adoramos a nuestro DIOS, UNO y TRINO, trascendente y
cercano, omnipotente y misericordioso, justo y condescendiente, principio y fin
de todas las cosas, con el salmo 32,
himno de acción de gracias a Yahveh, por su acción creadora y
providente, como resultado de su inmensa grandeza y poder. Y, después de una
invitación festiva y solemne –así comienza el salmo- el orante describe el
motivo que ha de movernos a tan alegre
alabanza:
La palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
El ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra.
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Dios se nos da como PALABRA y como ESPÍRITU.
Mas, su Palabra, es tan firme, tan límpida, eficaz y creadora, que nunca
torna a Él vacía, sino que realiza su querer y da consistencia a todo lo
creado. Y, su Espíritu, que es don y vida, hace que, también, se cumplan sus
designios de justicia y derecho sobre la tierra, frutos de su amor y misericordia
para con todos:
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La palabra del Señor hizo el cielo,
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el aliento de su boca, sus ejércitos,
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porque Él lo dijo y existió,
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Él lo mandó y surgió.
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“Por medio de la Palabra se hizo todo” (Jn
1,3) El salmista va recordando cómo, Yahveh,
fue creando el universo, y cómo, las cosas, iban surgiendo de la nada con
poder de evolucionar y perfeccionarse. Demostrando el
orante, de esta manera y desde su fe,
que solo es posible la vida donde sopla el aliento de Dios, pues, el Espíritu, llena la tierra de alegría y de
bondad, y, que, por lo mismo, donde falta el Espíritu solo hay nada y vacío:
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Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
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en los que esperan en su misericordia,
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para librar sus vidas de la muerte
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y reanimarlos en
tiempo de hambre.
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Es un reconocimiento de que, Dios, no se
encierra en su grandeza. Siendo el Trascendente se nos hace cercano y
fiel, y se da a conocer por su
lealtad y su misericordia, atributos semejantes a los que el hombre estima
y puede poseer; por lo que, se nos
manifiesta, con ternura y amor, en
los peligros más acuciantes de la vida, para salvarnos en todo momento y
llenarnos de seguridad y de confianza:
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Nosotros aguardamos al Señor:
Él es nuestro auxilio y escudo;
que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.
Como el salmista que ora y canta el salmo, al igual que todo el pueblo de Israel, también, nosotros, debemos rezarlo con el mayor fervor posible, ya que, nos consideramos de la nación que se siente dichosa
teniendo a Dios por Señor.
Y, para que nuestro gozo aumente, si cabe, tengamos presente, además,
sus muchas manifestaciones en orden a nuestra salvación, para recordarlas y
agradecerlas siempre:
Es el Dios Comunión, que nos
acoge con amor y nos hace partícipes de su misma vida.
Es el Dios, que, por nosotros y para nuestra salvación, envía a su
propio Hijo, el Verbo Divino, para que,
tomando nuestra carne y haciéndose como uno de nosotros, fuera nuestro hermano.
Es el Dios que, después de
resucitar gloriosamente a su Hijo Jesús, nos envía el Espíritu, que llevará a
plenitud su obra, habitando en nuestro interior y en el corazón de cada cosa y
de cada acontecimiento, convirtiendo, de esta manera, nuestro mundo, toda la
tierra junto con el cielo, en el nuevo santuario, donde reside su gloria y
majestad, y donde se alza siempre un grito jubiloso de alabanza y de adoración
al DIOS UNO y TRINO:
PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO.
Por los siglos. Amén.