DOMINGO II
T. ORDINARIO - A
AQUÍ ESTOY, SEÑOR, PARA HACER TU VOLUNTAD
Por Mª Adelina Climent Cortés O.P.
La Palabra
de Dios, en la celebración eucarística dominical, nos muestra hoy, a Jesús,
como “siervo”, como luz de las naciones, que llevará la salvación de Dios hasta
los confines de la tierra, y, como
“cordero” de Dios que quita el pecado del mundo.
Agradecidos
a esta salvación que nos llega de Dios, por Jesucristo, le ensalzamos cantando el
salmo 39, un himno de acción de gracias, que anticipa lo que será la vida
terrena de Jesús, su incondicional disponibilidad y su generosa entrega
redentora:
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad:
También es la confesión
que el orante israelita hace a su Dios, Yahveh; porque, estando en una
situación difícil y angustiosa, y habiendo confiado y esperado en su bondad, se
había dignado escucharle, acogiéndole con cariño y amor, hasta llegar a poner,
Él mismo, en su boca, cantos de gratitud y alabanza por la
salvación recibida de sus manos
compasivas:
Yo esperaba con ansia al Señor;
El se inclinó y escuchó mi grito:
me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Más, piensa el salmista,
que, si Yahveh, había estado tan grande y generoso con él, del mismo modo, por
su parte, tenía que corresponderle, con la ofrenda que más puede agradar a su Dios, que es la entrega de uno mismo a su
voluntad y querer, como así consta
escrito en el libro de La Ley:
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y en cambio me abriste el oído;
no pides sacrificio expiatorio,
entonces yo digo: “Aquí estoy
-como está escrito en mi libro-
para hacer tu voluntad”
Guardar La Ley, que todo
buen israelita ha de llevar inscrita en su interior, es como amar a Yahveh por
encima de todas las cosas existentes. Y no sólo eso, la gratitud del orante le
lleva a querer alabar y pregonar incansablemente su salvación ante los demás
fieles, para que, también ellos, puedan
conocer y experimentar la fidelidad y lealtad del Señor:
Dios mío, lo quiero
y llevo tu ley en las entrañas.
He proclamado tu salvación
ante la gran asamblea;
no he cerrado los labios,
Señor, tú lo sabes.
Y, esta actitud de
donación y agradecimiento del salmista, pero de manera más sublime, eminente y
plena, es la misma que adoptó Jesús de Nazaret, nuestro Mesias y Salvador,
cuando entró en el mundo y se hizo hombre como uno de nosotros, entregándose
amorosa e incondicionalmente a la voluntad del Padre: “no lo que yo quiero,
sino lo que quieres tú”, con lo que consiguió la redención y salvación del
género humano, con el precio de su sacrificio, siendo así:
“EL CORDERO DE DIOS QUE QUITA EL PECADO DEL MUNDO” Y “EL QUE HA DE BAUTIZAR CON ESPÍRITU
SANTO”, destinado por el Padre, desde la eternidad, a “SER LUZ Y SALVACIÓN DE
TODOS LOS PUEBLOS”.
Y, el
ejemplo de Cristo Jesús, en su entrega amorosa al Padre, ha de movernos a
nosotros, los cristianos, los que
queremos vivir en su seguimiento, a imitar su generosidad, ofreciendo lo mejor
que tenemos de nosotros mismos, que es nuestra propia vida, al servicio de los
intereses del Reino.
Pero, no de cualquier manera, sino viviéndola
en justicia y verdad, es decir con honradez, que equivale decir, no para
nuestro propio provecho, sino para el interés de los demás: creando en el mundo
la auténtica fraternidad, y alabando
constantemente a Dios, del que nos viene la salvación, pues ya desde ahora
quiere que, como hijos suyos, nos podamos sentir dichosos, esperando nuestra
plenitud en la gloria de la vida eterna.
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