DOMINGO II DE CUARESMA -C
EL SEÑOR
ES MI LUZ Y MI SALVACIÓN
Por Mª Adelina Climent Cortés OP.
Se nos descubre la meta a
la que estamos destinados, según el deseo salvador de Dios, junto con un camino de luz, de vida y esperanza, para
alcanzarla. Esta meta es el mismo Dios en su ser y vivir glorioso en el
cielo, el que, a la vez, siempre anda
comprometido, hasta lo hondo de su ser, con el hombre, en alianza de amistad y
fidelidad, que mantiene con empeño y gran
lealtad, sea cual sea el comportamiento del hombre.
Y, un camino de esperanza y
salvación, para llegar a esta meta, nos describe el salmo 26. Salmo, este, de súplica y confianza individual, cantado
por el salmista, desde una fe sólida en Yahveh, vivida y alimentada en su
oración y contemplación. Y, con esta
súplica, también nosotros, agradecidos, queremos responder al
Señor.
Comienza el salmo cantando a
Yahveh la confianza que le merece, ya que, para él, es luz, salvación y defensa;
es decir, todo lo que le da seguridad y
felicidad:
El
Señor es mi luz y mi salvación,
¿a
quién temeré?
EL
Señor es la defensa de mi vida,
¿quién
me hará temblar?
El salmista, aunque nunca
deja de confiar en Yahveh, pasa a
hacerle una súplica personal, al saberse perseguido por su enemigo; y, porque,
a la vez, se siente llamado y atraído a buscar con anhelo su “rostro”, es decir, el amor y la cercanía del Único que puede salvar
al que, con sinceridad se acoge a él:
Escúchame,
Señor, que te llamo,
ten
piedad, respóndeme.
Oigo
en mi corazón: “Buscad mi rostro”
Tu
rostro buscaré, Señor,
no
me escondas tu rostro;
no
rechaces con ira a tu siervo,
que
tú eres mi auxilio.
Toda súplica confiada deviene
en seguridad y gozosa dicha, que el salmista desea experimentar en los días
presentes, vividos en fidelidad a Yahveh y junto a su morada, el Templo, donde reside su gloria
y majestad, que, esto es, para el orante, el “país de la vida”
Espero gozar de la dicha del Señor
en
el país de la vida.
Espera
en el Señor, sé valiente,
ten
ánimo, espera en el Señor.
También a nosotros nos dice
Dios: “Buscad mi rostro”, a lo que deberemos responder: “Tu rostro buscaré,
Señor”. Y, para nosotros, el “rostro” de Dios no está escondido, sino radiante
de luz y de esplendor en Cristo Jesús, nuestro salvador, imagen clara y acabada
del Padre y resplandor de su gloria.
Así quiso manifestarse, transfigurado
y radiante en el monte Tabor, ante sus discípulos más íntimos: “…Una voz desde
arriba les decía: ÉSTE
ES MI HIJO, EL ESCOGIDO; ESCUCHADLO”
y, antes de los padecimientos que iba a
soportar hasta su muerte de cruz, por
amor al Padre y a todos nosotros; pues sólo el amor entregado de Jesús, conduce a La Vida plena.
Y, Cristo Jesús, resucitado
en la cruz, se nos muestra a nosotros y a toda la humanidad, como Luz y
Salvación, reflejando la dicha y la gloria que, junto al Padre, gozaremos en el
cielo por toda una eternidad.
Y, a este Jesús, Dios y
Salvador de los cristianos y de todos los hombres, hemos de amar y de escuchar,
como quiere el Padre, en oración y contemplación; y Él, irá “transformando
nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa”
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