DOMINGO XIV
DEL T. ORDINARIO - B
MISERICORDIA, SEÑOR,
MISERICORDIA
Por Mª Adelina Climent
Cortés O.P.
“Misericordia, Señor, misericordia”: Oración
sincera que a Dios le agrada escuchar. Grito de confianza, clamor de esperanza
con deseos sinceros de conversión auténtica y vivos sentimientos de sumisión
filial.
Estamos ante el salmo 122, uno de los salmos de
“las subidas”, que cantaban los fieles israelitas en peregrinación al Templo de
Jerusalén, lugar de la morada de Dios, donde reside su gloría y esplendor, y,
por eso mismo, donde se reza mejor, con más fervor, y, donde, Yahveh, atiende
con más solicitud. Este poema es de la época del posexílio y contiene una
oración con tres lamentaciones.
El salmista irrumpe confiadamente, con una
lamentación individual, clamando al Señor, Yahveh, para que salve a su pueblo,
destruido, moral y socialmente, en el
exilio de Babilonia. Es una oración personal, con sentido de responsabilidad y
gesto humilde, pero, al mismo tiempo, confiado y filial, ya que, esto, es lo
que significa la expresión “siervo” en el Antiguo Testamento:
A tí levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.
Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores.
Los “peregrinos” que en
procesión han llegado al templo, se unen en plegaria al orante con el mismo
gesto de humildad, insistiendo, con los ojos puestos en el Señor, su respuesta
de misericordia y salvación:
Como están los ojos de la esclava
fijos en la mano de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia.
Y, como toda oración une en el amor y enfervoriza
a las personas, se incorpora al grupo del salmista y los peregrinos, la
asamblea del pueblo, que espera con anhelo el cumplimiento de las promesas de
Yahveh, promesas de liberación y de paz. Y es, el reconocimiento de los propios
pecados, desde una fe sincera, lo que conmueve las entrañas de Dios haciendo
que mane la misericordia de su corazón:
Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos.
En los tiempos nuevos de la salvación, los que
ahora vivimos, Cristo Jesús, se nos manifiesta como nuestro libertador. Es la
misericordia de Dios entre nosotros, su rostro amable y compasivo. A pesar de
no ser comprendido entre los suyos, hizo de toda su vida, un generoso y continuo ejercicio de bondad y de amor, de
manera particular con su predicación y su atención a los más pobres y
oprimidos, ya que, como hombre que era, conocía bien nuestra vulnerable
condición, y podía estremecerse ante todo dolor y sufrimiento humano causado
por el pecado y el desamor
Y, fue despreciado, como lo fue Ezequiel
al no ser aceptado como el profeta que
anunciaba al pueblo el NOMBRE DE DIOS
(1ª lect.)
Lo que ocurrió, también, cuando llegó Jesús, un
sábado, y empezó a hablar en la sinagoga.
Los que le escuchaban se preguntaban “¿de donde saca todo esto?” “¿Qué
sabiduría es esa que le ha sido dada?
CONOCÍAN SU ORIGEN HUMILDE; SU FAMILIA, SU TRABAJO Y LES COSTABA
ACEPTARLE COMO PROFETA Y MESÍAS: “¿No
es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y
Simón? ¿Sus hermanas no viven con nosotros aquí?” Y desconfiaron de Él. Por lo
que no pudo hacer allí ningún milagro.
Y, como la misericordia de Dios ha sido derramada
también en nuestros corazones por el Espíritu, ella ha de movilizar las
acciones de los que nos hemos decido seguir a Jesús y trabajar, superando todo
desdén e incomprensión, en la
construcción del REINO DE DIOS. Un Reino de justicia, de amor y de paz para
todos, los que, como peregrinos hacia la ciudad eterna, la nueva Jerusalén,
anhelamos el gozo eterno, en el que
participaremos, en plenitud, de la misma gloria de Dios.
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