DOMINGO XXXIV. DEL T. ORDINARIO
CRISTO REY - C
¡VAMOS A LA CASA DEL SEÑOR¡
Por Mª Adelina Climent Cortés O.P.
JESUCRISTO NUESTRO SEÑOR, ES EL REY DEL
UNIVERSO. Es el Rey de los reyes, al que hoy, de manera solemne y jubilosa, festejamos
y rendimos honor y pleitesía. Es el REY QUE VENDRÁ, con poder y majestad, desde
su gloria eterna, para ejercer sabiamente su justicia, y PARA IMAUGURAR SU
REINADO EN PLENITUD.
Si se cumplió el anhelo de Israel en el poco tiempo que duró la
monarquía en el país, de tener un rey que condujera al pueblo y le diera
alegría, paz y seguridad, con cuanta más razón nuestra alegría ha de ser
inmensa sabiendo que, NUESTRO REY, el de los cristianos, y el de todos los
hombres y pueblos, ES JESUCRISTO, acreditado como tal con su Muerte y
Resurrección; el que nos conduce al
Reino Glorioso y Eterno del Padre.
Pero Jesucristo es un Rey que no ha venido a ser servido sino a servir,
y, que ejerce su poder desde La Cruz. Es, por lo tanto, un REY CRUCIFICADO QUE
MUERE EN LA CRUZ, y un Rey que tiene como única arma y escudo la entrega y el
amor; de tal manera que, muere de amor y por amor y para nuestra salvación; con
palabras de perdón y bondad para sus verdugos, con afecto y misericordia para
el compañero desgraciado que, en otra cruz, le acompaña en el suplicio y que,
desde su sufrimiento y humillación, sabe reconocer la grandeza y Señorío de
Jesús: “ACUÉRDATE DE MÍ CUANDO LLEGUES A TU REINO”, a lo que Jesús responde:
“HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO”.
Y, mientras contemplamos y adoramos a Cristo Rey en La Cruz, y, al mismo
tiempo, glorioso y rigiéndonos desde La Jerusalén del cielo, le cantamos,
agradecidos, el salmo 121, conocido como uno de los “cantares de Sión” y como
el principal de los “salmos de las subidas”. En este poema, los peregrinos
expresaban toda su alegría mientras caminaban hacia el templo, gozo que
aumentaba cuando llegaban a la meta:
Que alegría cuando me dijeron:
“Vamos a la casa del Señor”.
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales Jerusalén.
Jerusalén, es la ciudad amada y deseada por todo el pueblo de Israel; la
ciudad santa que desborda alegría y júbilo en todos los que la visitaban y
visitan, porque allí se encuentran con su Dios, pues, en su Templo, es donde,
para el israelita, mora y reside la gloria de Yahveh, con toda su majestad y
esplendor:
Jerusalén está fundada
como ciudad bien compacta.
Allá suben las tribus
las tribus del Señor.
Ciudad estimada, también, porque en ella quedó asentada la residencia de
la monarquía, que, aunque fue corta en su duración, pasó a ser como el símbolo de la unidad y esplendor del pueblo
de Israel y de su pertenencia al Señor, Yahveh. Lugar, también, donde se
impartía justicia para todos:
Según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor.
En ella están los tribunales de
justicia,
en el palacio de David.
La Nueva Jerusalén es La Iglesia Santa, la madre de todos los creyentes,
en la que, caminamos hacia La Jerusalén Celeste, donde Jesucristo tiene su
trono y donde está coronado como el REY DEL CIELO Y DE LA TIERRA. Y, la gozosa
alegría que sentían los peregrinos de Israel al comenzar su peregrinación y, al
llegar a la meta, ha de ser la nuestra, y, muchísimo más sin comparación.
Porque nuestra meta final es LA JERUSALÉN DEL CIELO, la ciudad del Dios
viviente, la ciudad de la paz, ya que, los que la habitan gozan de todos los
bienes deseados y en abundancia. Y, es también, la ciudad morada y palacio del
Rey eternal, JESUCRISTO NUESTRO SEÑOR Y SALVADOR, al que hoy aclamamos con
respeto y amor cantando con júbilo:
Anunciaremos tu reino, Señor, tu
reino...
Reino de paz y justicia, reino de
vida y verdad.
Reino de amor y de gracia, reino que
habita en nosotros.
Reino que sufre violencia, reino que
no es de este mundo.
Reino que ya ha comenzado, reino que
no tendrá fin.
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